Hay palabras que nos reconfortan después de la batalla, que nos arrullan y nos cauterizan las heridas, que abren las ventanas y lo inundan todo de luz…
Pero también hay palabras que se clavan como cuchillos herrumbrosos, como
garras fieras, como balas sin nombre, y de ellas, es casi imposible salir
indemne. Palabras que envenenan el alma y recorren nuestra médula como un
látigo de fuego, como un zarpazo cruel e inesperado, que nos quitan el aire y
la esperanza, dejándonos allí heridos, ateridos, insomnes, desorientados;
sonámbulos sin rumbo en medio de un desierto, en medio de un tumulto, en medio
de una calle sin salida.
“Son tan sólo palabras”… “No las tengas en cuenta”…”Las palabras se las lleva
el viento”… Pero no, no es cierto, nadie se las lleva, siguen ahí, clavadas
firmemente en la memoria, enhiestas, retadoras, reiterando su eco interminable,
incesante, continuo, repetido.
Y cuando no hay palabras, cuando nadie contesta, cuando somos muy poco o casi
nada, entonces el vacío, el silencio, la orfandad, la pérdida, el olvido…
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