La aldea subía por la montañita, asomandose entre pomares y huertos.
Al coronar la cumbre se desparramaba y abría una plaza redonda, presidida por
el campanil de la iglesia y alegre de una fuente de ancho pilón ,fuente que
daba agua por dos caños bulliciosos y opulentos. En el pilón, Migueliño jugaba
con sus barcos de papel. Los hacía de todos los tamaños y les ponía nombres de desconocidos,
de santos, nombres de esos países remotos que viven solamente en los mapas de
la escuela.Migueliño quería ser marinero aunque vivía en una aldea de la montaña,
perdida entre caminos; una aldea a donde no llegaba el viento del mar ni niebla
de mar, ni gentes ni fábulas del mar.
Mgueliño sabia los nombres de todos los mares y las cosas
exactas que la “Geografía Física” de Dalmau dice de los huracanes y los fuegos
de San Telmo, las auroras boreales, los ciclones, el Ecuador y la hermosísima Polar.Migueliño
construía barcos de papel; le regalaron una navaja y los construyo de corteza,
rojinegros de coda de pino, verdinegros de rama de alamo.Las horas muertas se
pasaba en su oficio naval y en las navegaciones de su escuadra por el pilón de
la fuente. Su vocación era patente: Migueliño seria marinero. Lo decía toda la aldea.
Desde una ventanita verde lo soñaba Rosiña, que era pecosa y silenciosa
y tenía diez años del color de las manzanas.
Cumpliendo Migueliño catorce años, desapareció de la aldea.
Sus padres ni lo buscaron.
El almirante-Alvaro Cunqueiro
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