
A partir de 1980, yo
había estado varias veces en Copenhague y siempre había cumplido con el rito de
rendir homenaje a la legendaria sirenita de Eriksen. Debo reconocer, sin
embargo, que sólo en esta última ocasión me pareció advertir en su rostro, y
hasta en su postura, una casi imperceptible expresión de viudez.
Cierta noche, estimulado tal vez por varias
jarras de Carlsberg, me atreví a mencionar el tema ante varios amigos
latinoamericanos, verdaderamente expertos en exilios daneses. Por las dudas, y
a fin de que no me creyeran más borracho de lo que estaba, traté de darle al
comentario un ligero tono de autoburla, pero, para mi sorpresa, todos se
pusieron serios y uno de ellos, un santafesino llamado Alfredo, dijo
lentamente, como si estuviera midiendo las sílabas: "No se trata de que
sólo tenga expresión de viuda; en realidad, es viuda". Ahí nomás se me pasó la borrachera, y entonces
fue Julio, exiliado chileno, quien tomó la palabra: "El protagonista de
esta historia es compatriota mío. Aunque te parezca mentira, fue Pinochet quien
lo empujó hacia la sirenita. Después de soportar castigos y humillaciones en
cárceles chilenas, Rodrigo, natural de Concepción, recaló en Copenhague. No
habían transcurrido veinticuatro horas desde su llegada (antes aún de cumplir
el primero de los trámites complementarios para confirmar su estatuto de
exiliado), cuando ya estaba perdidamente enamorado de la sirenita. Fue un amor
a primera vista, aunque, eso sí, rodeado de imposibles, como ocurre, después de
todo, siempre que alguien se enamora de un personaje inalcanzable y célebre.
Digamos, de Catherine Deneuve, Ana Belén, Sonia Braga. O también de la sirenita
de Copenhague.
Es claro que Rodrigo tenía sus rarezas, pero
tú, que hasta no hace mucho también fuiste exiliado, bien sabes que en el
exilio lo raro es apenas un matiz de lo normal. Por otra parte, Rodrigo hablaba
pocas veces de su pasión recién estrenada.
"Simplemente, reservaba alguna hora de su
jornada para contemplar a la sirenita, como una forma de comprobar que en sí
mismo iba creciendo un amor, tan desacostumbrado como indestructible. Además,
cuando se enteró de que la sirenita, en lejanos y cercanos pretéritos, había
sufrido escarnios, castigos y hasta mutilaciones, halló en ese pasado una nueva
zona de afinidad con su propia y escarmentada historia. Así hasta que un día
resolvió transformar lo imposible en verosímil. Estábamos en pleno invierno (aquí es una
estación realmente inhóspita) pero a él no le pareció justo postergar su
proyecto hasta la primavera. Por razones obvias, eligió las horas de la
madrugada: no quería arriesgarse a que se formara un corrillo de curiosos
(incluido algún indiscreto policía) y que decenas o centenares de ojos
mancillaran su más gloriosa intimidad. Eran las tres y cuarto de un domingo de
enero cuando Rodrigo llegó hasta el objeto de su amor. Ella estaba como
siempre, inocentemente desnuda, y Rodrigo pensó que no era lícito que él
permaneciera miserablemente vestido. De manera que, a pesar de los 12 grados
bajo cero, se fue despojando, una por una, de todas sus prendas, que quedaron
dobladas y en orden junto a sus pies descalzos y ateridos. Ahora sí estaban en
igualdad de condiciones su amada y él. Castigados, desnudos, estremecidos. A
esa altura, Rodrigo debe haber apretado sus dientes para que no castañetearan y
por fin debe haber abrazado tiernamente a su sirena, en el tramo más feliz de
su nueva existencia. Que fue breve, claro, porque allí lo hallaron, horas
después, dulcemente yerto, sin nueva vida y también sin vida vieja. Y es por
eso entiendes? que la pobre sirenita tiene esa cara de viuda que le has visto.
Más aún, te diré que desde entonces ha pasado a ser una de los nuestros. Una
exiliada más, inmóvil junto al mar, que sueña con la vuelta".
(La sirena viuda-Mario Benedetti)